2 de abril de 2016

Los fantasmas de mi vida

Nunca creí en los fantasmas, ni en los espíritus, ni en las apariciones.
Siempre pensé que eran simples alteraciones de la percepción,
que nuestra mente puede jugarnos malas pasadas,
hacernos creer lo que no existe,
sugestionarnos y mostrarnos visiones de lo que nunca sucedió.

Nunca creí en las apariciones pero sólo recientemente
me he dado cuenta de que he sido testigo, muchas veces,
del fenómeno contrario. Las desapariciones.
Y sólo cuando algo desaparece te das cuenta
de que igual de repentinamente fue como apareció,
solo que quizá eso se olvida más fácilmente
que cuando algo de pronto se va, para siempre.

He sido testigo muchas veces. Ahora sí, empiezo a pensar,
quizá fueran fantasmas.
Quizá fueron apariciones.
Quizá nunca existieron. Y yo los imaginé.
Porque el mundo vuelve a ser el mismo una vez que se han ido.
Sigue siendo el mundo de antes ahora que ya no están,
El mismo mundo miserable y aburrido, tedioso y solitario
que no era así desde el momento en que llegaron,
hasta que decidieron abandonarlo.

Y nunca es igual, pero siempre se [a]parece.
Y siempre es como un sueño que en seguida se desvanece.
Y nunca sabré si es real o no. Nunca podré saberlo,
porque cuando más seguro estás de que vives en tu sueño,
y más intenso es, y más definitivo, es cuando estás a punto de despertar.
Y entonces abres los ojos y miras alrededor. Y tardas en saber lo que ha pasado.

La diferencia es que no son sueños, ahora lo entiendo.
Son apariciones que pueblan la realidad, que la alteran,
que la distorsionan para convertirla en otra cosa. 
Provisionalmente, siempre.
Ensoñaciones reales, que forman parte del mundo, y de mí. Y cambian el mundo, y a mí.
Aunque el mundo vuelva después a su forma original, y yo no. 
Provisionalmente.

Empiezo a creer que es mi castigo por negarlos. Tanto que me burlé
de las sombras que vienen de otro mundo sólo para asustarnos,
para gastar bromas crueles y soplarnos al oído,
y recién descubro que soy yo la que más los ha sufrido,
que estoy condenada a entenderme con ellos porque
las relaciones más fuertes y trastornadoras que he tenido
siempre ha sido con fantasmas.
Apariciones.
Desaparecidos.

Quizá soy yo quien los convoco, con un ritual secreto.
Tan secreto, tan secreto... que ni yo lo conozco.
Los fantasmas suelen dejar testigos confusos tras de sí, ¿no es cierto?
Testigos que quedan desconcertados ante su propia vivencia
de lo que no pueden explicarse, porque no puede ser explicado;
de aquello que han vivido y no ha dejado ni un mísero rastro,
ni una pista a la que agarrarse. Nada tangible que lo haga demostrable.
No entienden nada cuando ven, ni tampoco cuando dejan de hacerlo,
solo pueden aferrarse a su recuerdo.
A la seguridad que su memoria les brinda de haber vivido aquello.

Porque los fantasmas, con suerte, se presentan una vez, claramente.
Se dejan ver, (sólo por una persona) sin ambages, una vez.
Pero cuando se van, es imposible demostrar su existencia, 
solo explicar su consecuencia.
Y entonces empieza la reconstrucción, y entra en juego la lógica,
las interferencias, la memoria, la prudencia, la retórica.
La demencia.

Y el problema se redobla si alguna vez vuelve a aparecer[se].
Porque ya nunca será como la primera vez, tan fastuoso y resplandeciente.
Tan claro y evidente. 
Las otras veces, si vuelve a aparecer, serán siempre de soslayo,
casi imperceptibles, indistinguibles de una efímera impresión,
espejismos fugaces y fortuitos para confundirte y recordarte lo que ya una vez aconteció,
sin que vuelva a suceder realmente.
Y sin embargo, suficiente para que olvides todo lo que pasó desde esa primera vez.
Todas las dudas, la confusión, todo el camino recorrido hasta la segunda aparición.
Y volver a plantearte todo desde el principio.

Pasarán los días y conseguiré explicarme de nuevo lo que ha pasado.
Hacerme una justificación lógica que encaje todo y que me deje en buen lugar,
como ya he hecho otras veces.
Pero nada borrará la confusión de los primeros minutos del despertar, cuando toda la convicción del sueño se topa con la implacable imposición de la realidad.

Y volveré a ver fantasmas, y a delirar.
Y volverá a visitarme algún espíritu gamberro que quiera confundirme, como lo hicieron otros.
Quizá no venga a gastarme una broma cruel o a susurrarme al oído,
sino que se presente con un cuerpo y venga decidido a tomarme en sus brazos por completo,
y esté dispuesto a usar todos sus encantos y hechizos para ello,
como los otros.

Para luego dejarme despertar en la cama de nuevo sola con el mundo
y tenga que volver a componerlo.