15 de noviembre de 2012

Un fantasma entre la multitud

Ayer le ví. Estuve tranquila hasta ese momento. No me dejé intimidar por el hecho de haber soñado con él esa noche, o quizá una de las pasadas, como una premonición. En el fondo sabía que no era tan raro verle por allí.
Él no me vió a mí, pero hubiera dado lo mismo.
Quizá sí me vió y apartó la mirada, que es exactamente lo que hice yo.
¿Para qué? ¿De qué me sirve verle, si es lo único que puedo hacer? Verle desde lejos e inquietarme. Ninguna conversación va a surgir, no vamos a intercambiar palabras.
Ni una siquiera.

Nos miraremos, en el mejor de los casos, en el mismo momento y con desdén. Sin enviar ningún mensaje, sin dejar que nos importe o nos influya de ninguna manera. Sin acercarnos, sin saludarnos, siquiera por educación. Ya no somos esas personas.
Dejamos de serlo en el mismo momento en que dejamos de mirarnos a los ojos.
Hace años.
Y cuando dejarnos de mirarnos, de enfrentarnos el uno al otro, enmudecimos.
Antes hubiera sido inevitable la explosión.

Ahora es casi una maldición. Soltar un improperio, aunque sea por dentro. Nos alejamos. Mis pies van en dirección contraria. Y si pudiera mirarle, probáblemente descubriría que él también se aleja cuanto puede. Y es inútil preguntarse el por qué.

Debí dejarlo en un beso.  Esa fue realmente la última vez que me miró.
Me miró a los ojos, y miró cómo me marchaba. Sentía su mirada clavada en mi andar, observando cómo me alejaba de él, inexorablemente.
Yo, por una vez.